Añadir opciones a nuestras vidas no siempre tiene el efecto positivo que busca.

 

El acceso al conocimiento y la digitalización en la que estamos inmersos nos brindan la oportunidad de saber exactamente qué esperar de aquello que vamos a experimentar, ya sea un viaje, una comida en un restaurante o una actividad cultural. Buscamos y comparamos constantemente qué hacer. Esta libertad de elección que está a nuestro alcance, eleva nuestras expectativas, ya que siempre queremos elegir “lo mejor”, pero “lo mejor” no suele existir, sino que una elección aportará esto y la otra elección aquello, sin ser una mejor que la otra. Y es que, gran parte de las decisiones que tomamos son difíciles, están al mismo nivel. Una vez que hemos elegido de entre todas las opciones, habiéndonos informado previamente a través los usuarios que ya la puntuaron tras la experiencia y habiendo contrastado nuestra decisión con el resto de opciones, las expectativas están muy próximas a la realidad o ya la han superado, por lo que no nos sentimos felices, el factor sorpresa se ha perdido, nos sentimos neutros o decepcionados con el producto o servicio, incluso aparece un sentimiento de culpabilidad al pensar seguro que podía haber elegido mejor.

Una forma de ganar felicidad es saber jugar con las expectativas.

Somos las decisiones que tomamos, son las decisiones difíciles las que nos dan forma, hacernos responsables de nuestras propias decisiones sin dejarnos llevar por castigos o premios, por miedo o por terceros, es hacernos a nosotros mismos, por lo que a pesar de no haber tomado la mejor decisión posible, nos hemos llenado de identidad, y eso satisface con independencia de la etiqueta que tenga el resultado final.

Este artículo lo escribí en la plataforma Medium antes de que naciera el lugar La Guía de la Vida. Puedes verlo también aquí.